Presentamos para vuestra lectura un interesante análisis sobre la actual encrucijada de la izquierda latinoamericana y mundial
“Después de Bolsonaro:
Hora de reflexión para
la izquierda”*
Dejamos
de lado aquí la exacta precisión semántica de qué entender por “izquierda”,
sabiendo que allí nos encontramos con un muy amplio abanico de expresiones,
desde la socialdemocracia más conformista hasta grupos radicales que levantan
la lucha armada como vía, desde posiciones favorables a la participación en las
elecciones democráticas en los marcos burgueses hasta variadas manifestaciones
de contestación antisistémica que, a su modo, abren críticas contra el
capitalismo (“progresismo” amplio: movimientos feministas, reivindicaciones
étnico-culturales, expresiones de la diversidad sexual, grupos ecologistas). En
un sentido muy general, todo eso es izquierda, en tanto crítica al modelo
hegemónico vigente.
Pues
bien: desde la izquierda, cualquiera que ésta sea, es imperioso reconocer que
la derecha está ganando la lucha ideológica. ¡Y está ganando agigantadamente!
¿Cómo es posible que poblaciones hundidas en la miseria, violentadas, alejadas
de los logros del desarrollo social que trae el mundo moderno, opten por estar
con su verdugo? ¿Cómo es posible que una persona afrodescendiente vote a favor de un blanco racista?
¿Quién puede explicar casos como la llegada a la presidencia de un Mauricio
Macri en Argentina, o un Jair Bolsonaro en Brasil? El “fracaso del
«progresismo», en Brasil como en otros países, abre grandes las puertas a
gobiernos ultraconservadores y fascistoides que aprovechan la frustración y la
desesperanza de la gente, deslumbrada y enceguecida por las promesas brutales
de un gobierno «fuerte» que resolverá todos los problemas”, apunta el
analista Alejandro Teitelbaum. Algo parecido sucedió en Argentina con el actual
presidente, un pro capital financiero, multimillonario y admirador de la dictadura. La
explicación arriba citada no se equivoca: las grandes masas aturdidas,
asustadas, desesperadas, buscan salidas mesiánicas. Ese es el principio de las
religiones. Y también del nazi-fascismo.
Fenómenos
así se repiten con mucha frecuencia: triunfo de un racista xenófobo, machista y
homofóbico como Donald Trump en Estados Unidos, una derecha anti-inmigración de
corte neofascista que va ganando posiciones en Europa, poblaciones atemorizadas
que votan por opciones de “mano dura” en distintos países, británicos que
apoyan el Brexit para salirse de la Unión Europea –como respuesta racista– o
candidatos con posiciones de ultraderecha visceral que ganan elecciones
apelando a mensajes religioso-apocalípticos. ¿Cómo entenderlo? ¿Síndrome de
Estocolmo? Quizá la explicación psicológica no termina de dar cuenta de la
complejidad del fenómeno.
Lo
dicho por Teitelbaum es sumamente coherente. Lo cual nos lleva a profundizar
preguntas que se hacía Edgar Borges, y que hago mías aquí: “¿Son estos
sujetos ultraderechistas marcianos que ganan elecciones en la Tierra, o son
interpretaciones de lo que piensa una mayoría?” (manipulada y asustada,
deberíamos agregar), “¿Acaso el avance mundial de la ultraderecha no se debe
a que la izquierda, desde los años 80, quedó desubicada de la actual
metamorfosis del capitalismo?”
Todo
ello nos plantea dos ámbitos: 1) la derecha está manejando con mucha solvencia
la lucha ideológica, y 2) la izquierda no tiene claro su rumbo. Ambas
cuestiones son básicas, se interpenetran e interactúan.
La
derecha está manejando con mucha solvencia la lucha ideológica
También
al decir “derecha” tenemos un campo muy amplio de opciones político-culturales.
Son de derecha, pro-capitalista, tanto la socialdemocracia nórdica como los
halcones belicistas de Estados Unidos, los empresarios industriales como
aquellos que medran (mafiosamente) con la especulación financiera, el Opus Dei
como sectores modernizantes que pueden permitirse, por ejemplo, el matrimonio
homosexual mientras no se toquen los resortes económicos básicos. Pero a todas
estas expresiones une algo en común: defienden a muerte la propiedad privada,
“su” propiedad privada. Ser de derecha, en definitiva, es eso: tener algo que
perder. Los trabajadores, siguiendo el Manifiesto Comunista de 1848, “no
tienen nada que perder, más que sus cadenas”.
Suele
decirse que es un inveterado vicio de la izquierda estar fragmentada y
desunida. Gran verdad, por cierto. Pero no lo es menos para la derecha. Acaso
las guerras –donde ponen el cuerpo los pobres del mundo, no olvidar– ¿no son
una expresión de las luchas mortales entre los grupos de poder? ¿No hay lucha
entre distintas facciones de poder político de derecha dentro de los países? Lo
remarcable es que, ante la posibilidad de un cambio real en la propiedad
privada de los medios de producción, la derecha se une. Como clase sabe
claramente, y no lo olvida ni por un instante, que su enemigo mortal es la clase
trabajadora (proletariado urbano, obreros agrícolas, pobrerío en sentido amplio
–“pobretariado”,
para utilizar la correcta caracterización que realiza Frei Betto–). Ante la más
mínima muestra de protesta y posibilidad de cambio real en lo social, la
derecha, cualquiera sea ella, reacciona. Y reacciona cerrando filas, impidiendo
los cambios justamente.
Derecha
e izquierda, como grandes polos de la sociedad humana, están continuamente
enfrentadas, en guerra mortal, tratando por todos los medios de derrotar al
enemigo. No hay ninguna duda que la derecha (el sistema capitalista) tiene
mucha ventaja en esta guerra. Siglos de acumulación le permiten disponer de
toda la riqueza, saber, fuerza bruta, mañas y demás ingredientes para perpetuar
su situación de privilegio. La prueba está en lo difícil, terriblemente difícil
que se hace cambiar algo de verdad en el aspecto económico-político-social.
Cambios superficiales, cosméticos, por supuesto que son posibles. Gatopardismo:
cambiar algo para que no cambie nada en sustancia. La derecha lo sabe, y se lo
puede permitir. Pero cuando las luces rojas de alarma se encienden, reacciona
airada. Si es necesario, reprime, mata, tortura, arrasa poblaciones completas,
olvida las enseñanzas religiosas de bondad y piedad y no le tiembla la mano
para disparar las más mortíferas armas.
En
esa guerra ideológica total que disputa minuto a minuto, no escatima esfuerzos
para derrotar a su enemigo de clase. Por tanto: miente. Miente mucho,
tergiversa las cosas, embauca. Logra hacer que el esclavo piense con la cabeza
del amo; y para eso tiene a su disposición una monumental parafernalia de
herramientas, cada vez más sofisticadas y poderosas: medios masivos de comunicación,
especialistas en imagen, en manejo de masas, psicología publicitaria, iglesias
fundamentalistas de corte neoevangélico, una clase política psicópata dispuesta
a todo, profesionales de la mentira. “Miente, miente, miente. Una mentira
repetida mil veces termina convirtiéndose en una verdad”, enseñaba
hipócrita el Ministro nazi de Propaganda, Joseph Goebbels. No se equivocaba: la
derecha es exactamente eso lo que hace a cada instante; la ideología
capitalista encubre la verdad del sistema, es decir: la explotación.
Últimamente
esa derecha ha encontrado un nuevo “nicho” de maniobra ideológica con el tema
de la “corrupción”.
Puede decirse que lo hecho por la estrategia estadounidense durante el 2015 en
Guatemala fue su laboratorio. A partir de ahí, con resultado exitoso –se
consiguió movilizar a parte de la población, básicamente clase media urbana,
con lo que pudo desplazarse del poder al por entonces presidente, Otto Pérez
Molina, acusándolo de hechos de corrupción– se repitió la maniobra en otras
latitudes. Los casos de Argentina y Brasil fueron los más connotados.
Aprovechando hechos reales de corrupción, se magnificaron las denuncias
consiguiendo “indignar” a buena parte de la población, lo cual sirvió de base
para frenar propuestas medianamente progresistas. Y así surgieron,
respectivamente, un Macri –aliado servil del FMI y del Banco Mundial– y un
impresentable Bolsonaro –un ex militar ultraderechista–.
¿La
gente es tonta por aplaudir esas propuestas? La explicación resulta más
compleja: la “tontera” no explica nada. El ser humano es, en términos
colectivos, parte de una masa. Las operaciones psicológicas, es decir, las groseras manipulaciones de pensamiento y
sentimiento de las masas, existen. Y por cierto: ¡dan resultado! “La masa no
tiene conciencia de sus actos; quedan abolidas ciertas facultades y puede ser
llevada a un grado extremo de exaltación. La multitud es extremadamente
influenciable y crédula, y carece de sentido crítico”, anticipaba Gustave
Le Bon a principios del siglo XX. Si las religiones por milenios estuvieron
haciendo eso, las modernas técnicas de manipulación masiva (¡ingeniería humana
se las llama!) no hacen sino llevar a grados superlativos esa tendencia, con
precisión científica. El tema de la corrupción, indudablemente, posibilita esos
manejos.
¿Cómo
es posible, por ejemplo, que en un país como Brasil, con una de las distancias
entre ricos y pobres más insultante del planeta, con millones de personas
desocupadas, viviendo en condiciones indignas, con niveles de violencia
cotidiana monstruosos, hayan permeado tan significativamente las denuncias de
corrupción? Porque, sin dudas, ese manejo está muy bien hecho. La corrupción es
una lacra, desde ya, pero ni remotamente constituye la verdadera causa de esa
situación estrepitosa del país carioca. ¿La gente es tonta y solamente piensa
en fútbol y el carnaval, como maliciosamente se ha dicho? No, en absoluto. Pero
la ingeniería humana del caso apunta a que así sea.
La
izquierda no tiene claro su rumbo
Junto
a esta avanzada ideológica de la derecha, la izquierda parece estar sin rumbo.
La represión sufrida en décadas pasadas paralizó grandemente al campo popular.
El miedo aún está incorporado. Las montañas de cadáveres y ríos de sangre que
enlutaron toda Latinoamérica en años recientes han dejado secuelas. La
“pedagogía del terror” hizo bien su trabajo.
Por
otro lado, el discurso mediático sin precedentes que va teniendo lugar a través
de los medios comerciales y toda la parafernalia comunicacional (consiguiendo
resultados evidentes), es una marea incontenible. La izquierda, además de no
disponer de todos los medios de que sí dispone la derecha, no puede ni debe
apelar a la mentira como método. “En política se vale todo”…, para la derecha.
La izquierda mantiene posiciones éticas irrenunciables. La guerra de cuarta
generación (guerra mediático-psicológica con operaciones encubiertas) no puede
ser, nunca jamás, un medio de acción política revolucionaria. Si de algo se
trata en el ideario mínimo de la izquierda, es la pasión por la verdad.
Pero
¿qué pasa que las poblaciones parecieran rechazar las propuestas de izquierda?
¿Será cierto que la misma “quedó desubicada de la actual metamorfosis del
capitalismo”? Porque, sin dudas, el sistema capitalista se va reciclando a
una velocidad fabulosa. Décadas atrás, con el auge de un capitalismo
industrial, Estados Unidos entronizaba la imagen de “buenos” (acérrimos defensores
de la propiedad privada) castigando a “malos” (quien osara enfrentar a esa
propiedad). Hoy, con un desaforado capitalismo financiero y guerrerista, el
mensaje cambió: se entroniza al “exitoso”, no importando cómo logre su éxito.
De ahí que la nueva tendencia es vanagloriar al “que la supo hacer”. “Mate,
robe, viole, transgreda, estafe, haga lo que sea… ¡pero conviértase en el Number
One!”, pasó a ser la actual consigna. El capitalismo cambia, encuentra
nuevas caras, atrapa con sus luces de colores. O, mejor dicho, enceguece. En
otros términos: vive transformándose, ofreciendo nuevas mercancías.
Tomado
literalmente eso de “saber adecuarse a la metamorfosis del capitalismo”, podría
hacer pensar en la necesidad de “actualizarse” siguiendo los tiempos que
corren, con lo que dejaríamos de hablar de lucha de clases para centrarnos en
buscar paliativos, amansar al sistema, hacer un capitalismo de rostro humano.
Pero ello no es así. Hoy como ayer, “no se trata de reformar la propiedad
privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase,
sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino
de establecer una nueva”, como dijera Marx hacia 1850. Pero no caben dudas
que el llamado de la izquierda no termina de cuajar. Impactan más las iglesias
neopentecostales y un llamado apocalíptico que la consigna de luchar aquí en la
tierra.
Ahora
bien: estos progresismos, supuestamente a la izquierda, que atravesaron varios
países de Latinoamérica en años recientes, no constituyeron, en sentido
estricto, propuestas de transformación real. Fueron buenas intenciones
(matrimonio Kirchner en Argentina, el PT en Brasil, etc.), pero no tocaron los
resortes estructurales de sus sociedades. Por tanto, no hubo ningún cambio
sustancial. Y sumado a ello, no dejaron de moverse con las prácticas corruptas
y clientelares de cualquier partido político de la derecha. En otros términos:
resultaron una muy mala –quizá pésima– propaganda para la izquierda.
Llegados
a este punto, la izquierda –la que sienta que aún la revolución socialista
sigue siendo posible y necesaria, aquella que sigue fiel al ideal marxista de “no
mejorar la sociedad existente sino establecer una nueva”– debe formularse
una profunda autocrítica. Es hora de reflexión. ¿Por qué puede ganar una
propuesta de ultraderecha en las favelas más pobres? ¿Qué está pasando?
Además
de los golpes sufridos, además de las más refinadas técnicas de manipulación de
masas de que dispone la derecha, ¿qué se está haciendo mal en la izquierda?
Por
lo pronto, y como mínimo, tener claro que las propuestas tibias, de progresismo
superficial, de socialismo sin socialismo, más que contribuir a avanzar en la
justicia social, terminan siendo un tiro por la culata. Valen palabras de Rosa
Luxemburgo de 1917 cuando analizaba la naciente revolución bolchevique: “No
se puede mantener el «justo medio» en ninguna revolución. La ley de su
naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta
la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso
nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren,
con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo”.
Quizá
la peor atadura que pueda tener la izquierda es su miedo, su propio temor a
autocriticarse, su conformismo. Si “ser realistas es pedir lo imposible”,
tal como rezaban las consignas del Mayo Francés de 1968, pues habrá que ser un
soñador con los pies sobre la tierra, ser utópicamente realistas.
Sin
dudas luego de la derrota sufrida en las pasadas décadas por parte de la
izquierda y el campo popular, luego de años de silencio y dolor, una propuesta
medianamente progresista que hablara de redistribución de la riqueza –tal como
empezó a suceder en varios países de América Latina en estos últimos años–
parecía ya un fenomenal avance. Pero luego del deslumbramiento inicial, ahora
podemos ver que la izquierda sigue ausente, golpeada, secuestrada. Hay
que reflexionar tranquila, serena y muy profundamente sobre
estos tópicos. Quizá es momento de revisar supuestos básicos, no para negarlos,
sino para enriquecerlos.
La
mentira de la derecha, aunque se pavonee victoriosa, está sentada sobre una bomba
de tiempo, pues sabe –aterrada– que en algún momento las clases oprimidas, que
nunca desaparecieron de la lucha, pueden volver a tomar la iniciativa. La
cuestión es cómo encontrar los caminos que devuelvan la posibilidad de tomar
esa iniciativa. El debate está abierto.
*Por Marcelo Colussi, en HispanTV
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